“…Y no me dio las gracias”
La semana pasada, venía manejando mi güagüa (cosas que he venido haciendo más frecuentemente estos últimos días); era cerca del mediodía, venía de la zona universitaria y me dirigía hacia Piantini.
El tráfico estaba súper pesado y no hablemos de mi grado de “stress”; (y cuando digo stress, verdaderamente es “stress”), empieza a cambiarme el humor, empieza a subirme el grado de ira que llega a convertirse en algo más que ira, mi cabeza empieza a agitarse, el corazón a acelerarse y la espalda a contraerse.
Venía de una sesión de terapia física y creo que en parte eso me ayudó a no sacar la cabeza por la ventana y gritarle cuatro cosas al motorista incorregible que me chocó el cristal del retrovisor.
Sentía cómo la sangre me empezaba a hervir y tuve que hacer 3 o cuatro respiraciones abdominales profundas tratando de estimular mi sistema parasimpático y de esa forma intentar controlar la rapidez de mi respiración y de mi frecuencia cardíaca. Es lamentable decirlo, pero una vez más me di cuenta de que ya he entrado en esa edad o en ese “mood” en que las personas prefieren no conducir en la ciudad de Santo Domingo; y es de las veces en que he deseado 1 de 3 cosas: la primera de ellas, es tener un helicóptero y de esa forma poder sobrevolar las áreas de congestionamiento vehicular y llegar “en armonía y en paz” a cualquier lugar. La segunda es poder vivir en Punta Cana, donde no hay entaponamientos ni embotellamientos por culpa de choferes de carros públicos y güagüas banderitas (a quienes tenemos que perdonarles todas sus travesuras ya que son unos ppf o “pobres padres de familia”) y el tercero de mis deseos…permítanme no compartírselo, pues es muy opuesto a los mandamientos de la ley de Dios; mandamientos y ordenanzas que debería desear cumplir con todo mi corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas, pero que lamentablemente no puedo (al menos aún).
Uno de los semáforos cambia a la luz roja y, como observante de las leyes de tránsito (jejeje, ¡qué contradicción!), procedo a detener la marcha y ponerme a la cola de los cuatro vehículos que van delante de mí.
Voy mirando hacia mi izquierda al señor minusválido que se acerca con dificultad a los vehículos que están detenidos y me percato de que ninguno de ellos le ofrece una limosna, aunque sean unas cuantas monedas. Se enternece mi corazón, abro mi cartera, saco un billete de 100 pesos bajo mi cristal, y se lo paso al mendigo en cuestión, y le digo que ¡Dios le bendiga!; y este hombre (sin ni siquiera mirarme) toma el billete y lo pone dentro de la lata que llevaba en su mano… sin siquiera darme las gracias.
No puedo negar que mi primera reacción fue de indignación, porque esperaba al menos un “muchas gracias”, como gesto de necesaria respuesta a mi acción caritativa. Pensé que era lo menos que debía decirme.
Me quedé pensando un momento, me miré por dentro un pequeño instante, e inmediatamente vinieron a mi corazón las palabras de San Francisco de Asís: “… hay más alegría en dar que en recibir”.
Tuve que asentir que si mi obligación como cristiano es cumplir los mandamientos, ¡qué caray tengo que esperar a que me feliciten por hacerlo! “Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que teníamos que hacer” es una frase que aparece en la Biblia, en Lucas 17:10. En este versículo, es el mismo Jesús quien advierte sobre el peligro del orgullo y recomienda decir esta frase cuando se sienta orgulloso por el bien que se haya hecho.
El Apóstol Pablo, dirigiéndose a la Comunidad de Corinto, nos cuenta en su segunda carta, capítulo 9, verso 7: “Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: ¡Dios ama al que da con alegría!.
Se quedaron dando vueltas dentro de mí las palabras: ¡DIOS AMA AL DADOR ALEGRE!, “AL DADOR ALEGRE”, “DADOR ALEGRE” , etc.
Y como colofón de esta misma cita, el verso 8 me recuerda: “Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, a fin de que teniendo, siempre y en todo, todo lo necesario, tengáis aún sobrante para toda obra buena”.No pude más; la palabra de Dios, que es viva y vivificante, no sólo me interpeló, sino que me hirió, me traspasó; ¿por qué tengo yo que esperar algo? ¿Acaso di con alegría?, ¿Acaso me considero más que un “siervo inútil”?
Me dije a mí mismo: ¡Ay, Juan Carlos, cuánto te falta aún! ¡Cuánto necesitas ser sólo barro blando en manos de tu Señor! ¡Cuánto tienes que morir aún a ti mismo!
Y compruebo una vez más, lo mucho que me falta para ser imagen de su amor perfecto, por el hecho de que sigo considerando que algunas cosas son mías, que tengo algunas pertenencias, ya que, por si fuera poco, casi todas ellas las he conseguido con el “sudor de mi frente”, como fruto del esfuerzo de mi trabajo… por tanto, me pertenecen.
“…DIOS ama al DADOR ALEGRE”
¡ Je,je,je…! permítanme reírme de mí mismo por la forma insensata con la que pienso. ¡No soy más que un tonto y un creído; un mal agradecido, un ciego y un sordo que no puede ver ni oír que todo, absolutamente “todo”, es del Señor y de sus hijos, quienes son mis hermanos; y que yo apenas soy un mayordomo, un administrador, un sirviente de sus bienes.
Finalmente, una cita que no hace falta comentar, pues ella lo hace por sí sola, está en el Evangelio de San Lucas, capítulo 6, verso 30: “A todo el que te pida, dale, y al que te quite lo que es tuyo, no se lo reclames”.
La próxima vez que comparta algo con alguien que tiene poco, no esperaré nada, porque NO TIENE POR QUE DARME LAS GRACIAS.
Juan Carlos Vargas
16 de mayo de 2024.