Un hombre Restaurado
Hace muchos años “conocí” un hombre muy cristiano, amante de Dios y de sus normas, y un fiel cumplidor con sus compromisos de la iglesia. Era un miembro ejemplar de una comunidad cristiana católica. Era un excelente predicador, quien con palabras simples y sin discursos muy elaborados siempre llegaba al corazón de los oyentes.
En lo familiar, era un fiel amante de su esposa y de sus hijos, cuidaba de su madre como un excelente hijo y, por si fuera poco, era el amigo que todos quisieran tener.
Era lo que se podría llamar un testigo y un líder nato.
Se había convertido al Señor hacía como 10 años después de una vida disoluta, llena de pecados y de “casi todo” lo que no agrada a Dios. Había transgredido leyes y normas del buen convivir, cometido muchos crímenes y delitos, por los que estuvo preso en cárceles y comisarías, en innumerables ocasiones.
Su niñez había sido muy traumática, había crecido en un hogar disfuncional, hijo de un padre alcohólico que ejercía violencia, abuso psicológico y físico sobre su madre, sobre sus hermanos y sobre él, hasta que, sin escapatoria alguna, hubo que apartarlo de la dinámica familiar; a pesar de que tantos años de “desfachatez, de insultos y maltratos” ya habían hecho mucho daño al ambiente familiar.
Hizo varios intentos de ir a la iglesia, pero siempre que pasaba por un templo y quería entrar, la vergüenza y el sentimiento de indignidad eran tan grandes, que le provocaban impotencia, le hacían bajar la cabeza, llorar por dentro y seguir de largo.
Más un día oyó que la iglesia no era un “museo de santos sino un hospital de pecadores”; y a pesar de que estuvo tentado a hacer caso omiso (como otras decenas de veces), esta vez llegó, y llegó para quedarse.
Confesó sus pecados y sus culpas, y arrepentido de ellas, dio el gran paso y “entró” al redil del Señor, como una oveja cansada y herida queriendo reposar en los brazos de su dueño.
Lo conocí hace ya algunos años, una noche de primavera. Esa noche, había reunión de toda la comunidad cristiana católica (poco más de 40 personas); le tocaba el turno de predicar y ¡vaya predicación¡…lanzaba flechas sobre el amor misericordioso del Buen Dios, y llegó a mi corazón, de la misma forma, que habían llegado en el pasado, el mensaje de muchos hombres y mujeres que habían cambiado radicalmente sus vidas.
Me presentaron al señor en cuestión, era un hombre pequeño de 1.65 m (5´6”), delgado, nariz aguileña, ojos pequeños con mirada alegre, pelo lacio pero un poco ralo y vestido muy humildemente. Entablamos una buena conversación a pesar de no ser exageradamente empático. Estaba acompañado de su esposa, de su inseparable madre, y de dos hijos pequeños hermosos. Mi esposa y yo les comentamos de la hermosa tierra donde veníamos, a lo que mostró mucho interés (y eso que aún no existían los Punta Cana, los Cap Cana, ni por asomo la explosión del desarrollo turístico del Este y de otras zonas del país).
A los pocos meses de ser parte de la Comunidad, me lo asignaron como especie de “guía espiritual”, con quien me habría de reunir individualmente (cada 4 semanas), para dar una “revisión” al status de mi vida. En esa reuniones, escuchaba con atención cómo iba mi vida conyugal, mi vida de extranjero, mi vida económica, mi vida de formación y trabajo hospitalario; este hombre, aún siendo de poca escolaridad, me ofrecía palabras sabias para vivir de mejor manera mi vida de fe.
Asistíamos cada semana a un grupo de compartir más amplio (de unas 5 o 6 personas), en la que nos abríamos a compartir la vida misma, y a pesar de que nuestra reunión duraba aproximadamente 2 horas (y de que se sabe que los hombres hablamos mucho menos que las mujeres), estas 2 horas nos parecían cortas.
Fue en una de esas reuniones, donde este hermano, pidió un turno largo para él pues quería compartirnos un asunto muy serio. Nos contó con mucho más detalles sobre su vida pasada, de cómo fue y cómo hizo casi todas las tropelías posibles …hasta ¡atracador de bancos!; y como en esa vida pasada había consumido todo tipo de drogas, incluyendo el uso de inyecciones de heroína, etc. Su turno lo terminó detallando cómo el Señor lo había restaurado para una vida nueva, una vida de bendiciones y agradecimiento a El, una vida de amor por los suyos, y amor por los hermanos que El Buen Dios le había regalado.
El Señor había borrado el pecado y la culpa…pero, hay algo sobre lo que El no suele actuar que son: las “consecuencias” de nuestros actos.
Como producto de sus años de delincuencia juvenil (ya era un hombre de unos 25 a 27 años), y del uso de drogas pesadas; unos años después apareció en su vida un personaje no esperado en ninguna fiesta, el SIDA. Nos contó que estaba enfermo, que ya había iniciado tratamiento y que le veríamos perder peso y perder pelo, entre otras cosas.
No quisiera hacer una biografía sobre él y extenderme hasta aburrirlos, pero contaré unos detalles más. Mientras pudo, no faltó a su reunión mensual conmigo (llegaba del trabajo sucio de mezclas de cemento y arena, producto de que estaba trabajando en la construcción, aun así, enfermo), y sin embargo se sobreponía al cansancio, llegaba a mi casa, me cuidaba y me daba buenas pautas para ser un mejor hombre.
A los pocos meses estaba (por primera vez) hospitalizado, y como era de esperar, lo fui a visitar…mis ojos y los suyos se encontraron en algún lugar de aquél privado de hospital y pasamos unos segundos sin hablarnos, como si ya entendiéramos muchas cosas de las que aún no habíamos hablado. Pasados esos segundos, le pregunté cómo estaba, y me dijo que, por sobre la enfermedad, tenía fe en que todo estaba en las manos de Dios, que Dios estaba en control y quería lo mejor para El y que lo único que él necesitaba y quería era dar Honra y Gloria a Jesús, El Señor.
Hablamos de cómo lo habían visitado muchos hermanos, de que se alegraba de cómo iba la Comunidad, y hasta me felicitó por mi nuevo “guía espiritual”, etc. Nos despedimos con el “beso santo” que nos exhorta San Pablo en sus cartas.
Semanas después volvió al Hospital, esta vez en condiciones más críticas. Una tarde, volví a visitarle, y lo encontré llorando. Traté de consolarle, y me dio una lección que no olvidaré, me dijo, no lloro por mí, (sé muy bien adonde voy, y que en un tiempo iré al Cielo);¡lloro por mi joven esposa y por mis dos pequeños hijos!, ¿Qué será de ellos y quién los cuidará? (su esposa ya era HIV positivo como resultado de la vida conyugal).
Me contó como su esposa, hacía unas pocas noches, le había increpado sobre el por qué no le reclamaba a Dios, que por qué ahora, luego de casi 10 años limpio, y de estar sirviéndolo a Él y a los hermanos, Dios tenía tan poca misericordia de él? ¿Qué por qué Dios no le hacía el milagro su sanación física? A lo que él respondió con firmeza que Dios era “el Soberano”, el Ser Supremo, el Dueño de todo cuanto existe, Señor de excelsa Gloria y Esplendor…que no había lugar para reclamar nada porque lo que le estaba ocurriendo no era más que el resultado de sus graves y muchos pecados y transgresiones a sus leyes y preceptos. Y por si fuera poco, le terminó diciendo: “El milagro no es que yo me sane de esta enfermedad, el verdadero milagro ya ha ocurrido y es que mi alma no se perderá; se que ahora no lo entiendes”
Pocos días después murió.
Nos dio mucha, mucha pena; en la Comunidad pasamos por un tiempo de gran duelo, hasta poder recuperarnos.
Finalmente, de Dios nos vino el consuelo, no sin antes reconocer que había muerto UN HOMBRE RESTAURADO.
JC