…Y apareció ella.
Hacía algunas semanas que no la veía. La verdad sea dicha: “…desde hace un largo tiempo he descuidado ese rol tan importante que es estar presente en la vida de los seres queridos, en especial cuando hablamos de nuestros padres”.
Por razones que no vienen al caso (y que de seguro también ocurren en muchas familias), en el pasado reciente, y no tan reciente, hemos tenido diferencias tan importantes que, por momentos, nuestra relación ha parecido una relación fracturada, afectada por las ofensas y epítetos denostativos, etc., que han traído como consecuencias agruras y desencantos mutuos.
Los complejos, las malquerencias, los pensamientos injustos y las imaginaciones nos juegan frecuentemente malas pasadas al punto de que lo irreal pareciera tan real como la vida misma.
Queriendo ser cristiano, como lo intento desde hace décadas, no me es lícito (ni siquiera en el pensamiento) el incumplir ninguno de los mandamientos y en este momento en que me ocupa, menos aún el cuarto, el de la promesa incluida.
Como comenzaba diciendo, fui a verla en estos días, es en las afueras de la ciudad, donde reside temporalmente junto a mi hermana y a una persona que a las asiste. Llegué ese mediodía, casi a la hora del almuerzo y desde las habitaciones (que quedan en el segundo nivel), empezaron a bajar una a una, las que allí duermen. Primero, y como era de esperar, la chica que les ayuda, luego mi hermana, y finalmente, y tras unos minutos… apareció ella: sus cabellos de plata y toda ataviada, de forma elegante, con su bata de dormir. Empezó lentamente a bajar los escalones, preguntando si era yo quien había llegado.
Terminó de bajar la escalera y nos fundimos en un abrazo profundo y, aunque no los conté, seguro le di una veintena de besos, musitándole al oído cuánto la quería, cuánto la amaba, cuánto la había extrañado; que era ella la reina de mi corazón y muchos piropos más, mientras que ella no cesaba de repetir esas palabras que me repite incesantemente desde hace un par de décadas:”… tú eres mi primer amor, tú eres mi primogénito…”, palabras que salen de su alma y de su corazón.
Pasé todo el resto del día junto a ella, abrazándola y besándola y repitiéndole una y otra vez cuánto la amaba y cuánto la quería. Abría mis ojos y veía su sonrisa esbozada.
Mi madre ha entrado en esa edad especial en que se van diluyendo los recuerdos recientes, por lo que asido a la paciencia y atado a la tolerancia, le repetía de forma cariñosa sus constantes cuestionamientos a cosas recientemente dichas.
Por momentos la conversación se detenía, se oía el silencio y pareciera que ya no hubiera nada que contar, era como si no hubiese necesidad de pronunciar palabras; sin embargo, mirando fijamente más allá de sus ojos, encontraba un montón de palabras que en ese momento no se pronunciaban.
Almorzamos y cenamos juntos, conversamos después de la cena, hasta que llegó ese momento especial para ella, el del nuevo capítulo de su telenovela. Le entregué otro ramillete de besos, le pedí su bendición y me fui a mi habitación, pues hace tiempo sé que están despiertas hasta entrada la madrugada (además de dormir con la televisión encendida), y una vez en mi habitación, di gracias a Dios por el día que había vivido, le entregué el descanso de los míos y, lentamente, morfeo hizo de mí a su antojo.
Me desperté al nuevo día, tomé mis primeros alimentos, y después de esperar un rato, fui a su cama (donde aún reposaba del sueño) y la colme de besos. Tuve forzosamente que negarme a su petición de que me quedara más tiempo, puesto que tenía cosas que hacer en la capital, y emprendí el camino de regreso. Debo de decir que después de pasar casi 24 horas con ella y con mi hermana, después de haber repetido que la amaba y después de haber escuchado decenas de veces que como yo era su primogénito, yo era su primer amor; ese tiempo de vuelta a la capital ya no fue el mismo que el de ida hacia Juan Dolio hacía tan sólo 24 horas.
Me quito el sombrero (indumentaria que, por cierto, no uso) ante aquellos y aquellas que rinden honor y que muestran sus afectos y su amor a sus padres; y doy gracias por aquellos hermanos cercanos a mí, en quienes distingo esa gran virtud, además de esa voluntad férrea de cumplir ese mandamiento en particular.