Una Homilía Corta
La palabra homilía proviene del lat. tardío homilĭa, y este del gr. ὁμιλία homilía; que significa propiamente ‘reunión’, ‘trato’, ‘conversación’, ‘enseñanza’.
La RAE lo define como f. Razonamiento o plática que se hace para explicar al pueblo las materias de religión.
Desde hace algunos años, vengo soñando, añorando, y (he llegado a expresarlo en círculos íntimos) hasta esperando charlas más cortas en las reuniones a las que suelo acudir con mucha asiduidad.
Creo firmemente que la palabrería no convence. No estoy opuesto a que se den enseñanzas largas, pero creo que se deben dar unas condiciones súper especiales para que las mismas sean exitosas, entre ellas: uno, que la matrícula de los oyentes sea poco heterogénea; dos, que el tema sea muy interesante y que sea o muy novedoso o aplique a las condiciones de los asistentes y, tres, que el charlista sea un buen orador y expositor, que se sienta que domina el tema y, por supuesto, que sea ungido por el Espíritu Santo.
Muchas veces estas condiciones no coinciden; en otras palabras, es como si los planetas del expositor, el tema y la audiencia, no estuvieran alineados.
He escuchado cientos de charlas, de todo tipo; pero me referiré solo a las charlas cristianas. He escuchado charlas excelentes, muy buenas, buenas, regulares y malas.
Existe la creencia muy arraigada entre muchas personas (incluyendo a muchas cristianas), de que las charlas que son buenas deben ser pláticas largas, cargadas de información, con muchas citas bíblicas, y todo esto con la esperanza de que tal vez, uno de los muchos conceptos les “llegue” a algunos de nuestro público.
De forma contraria, los mensajes, predicaciones y parábolas de Jesús eran cortas, escuetas, concisas pero precisas…Jesús sabía llegar al corazón del hombre, a sus entrañas, a sus adentros, etc., no divagaba, no se desviaba del tema importante y fundamental…Jesús iba directo al asunto, sus palabras algunas veces enseñaban, otras cuestionaban, otras preparaban, aleccionaban, indicaban, señalaban, y, finalmente, estaban las que interpelaban, las que escrutaban y te llevaban hacia lugares que no sospechábamos, pero que penetrando lo profundo del ser, necesitaban más que una respuesta, un cambio de actitud, una manera nueva de mirar, de amar, de servir.
El Papa Francisco, que sabe que tiempos nuevos, necesitan de estrategias y formas nuevas…sin “adaptarnos” al mundo y las corrientes actuales, pero yendo a la cabeza de los tiempos, viviendo la sabiduría de que los caballos siempre deben ir delante de las carretas, y no al revés.
Él sabe que el corazón del mensaje homilético, lo verdaderamente importante, no son los adornos, los accesorios; ellos son necesarios, pero no pueden ocupar la principalía de nuestra predicación. En un mundo que no camina sino que vuela, el mensaje debe ser corto, escueto pero sin dejar de tocar lo esencial, aquello que cambia, que transforma, que atraviesa, que te pega a la pared, que te conmociona…y te exige, cuanto menos, que reflexiones y te veas retado a responder de una manera nueva, distinta, diferente ante las realidades de la vida.
Y si es un llamado a los sacerdotes, a tí que eres un líder, que ejerces un ministerio, que eres un maestro o un predicador, acaso no nos estará haciendo un llamado a nosotros también.
Veo y presencio muchas charlas en las que el charlista nos proporciona una buena información, unas buenas ideas; pero, apartado de cuestiones de diferencias en los estilos, (que es otro tema), la proclamación es larga, cargada de demasiada palabrería, carente de un testimonio personal que sea uno de los fundamentos de su predicación.
Puedo estar de acuerdo o no con algunas “posturas” de SS el Papa Francisco, pero en lo concerniente a sus recomendaciones sobre la sobreabundancia de lo que significa la longitud del mensaje en las homilías, no puedo estar más de acuerdo.
He aquí parte de lo que El Santo Padre ha predicado en la mañana de este miércoles 12 de junio, durante la tercera catequesis sobre el Espíritu Santo.
“…pero la lectura espiritual de las Escrituras por excelencia es la lectura comunitaria que se realiza en la Liturgia, en la Santa Misa. Allí vemos cómo un acontecimiento o una enseñanza, dado en el Antiguo Testamento, encuentra su plena realización en el Evangelio de Cristo.
Y la homilía, ese comentario que hace el celebrante, debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Pero para ello, la homilía
debe ser breve: una imagen, un pensamiento, un sentimiento. La homilía no debe durar más de ocho minutos, porque después de ese
tiempo se pierde la atención y la gente se duerme, y tiene razón. Una homilía debe ser así. Y esto es lo que quiero decir a los
sacerdotes.
Hablan mucho, a menudo, y no se entiende de qué hablan. Una homilía corta: un pensamiento, un sentimiento y una indicación para la
acción, sobre cómo hacer. No más de ocho minutos. Porque la homilía debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Y,
entre las muchas palabras de Dios que escuchamos cada día en la Misa o en la Liturgia de las Horas, siempre hay una que está destinada.
especialmente a nosotros. Algo que nos llega al corazón. Si la acogemos en nuestro corazón, puede iluminar nuestra jornada, animar
nuestra oración. ¡Se trata de no dejar que caiga en saco roto!
Concluyamos con un pensamiento que puede ayudarnos a enamorarnos de la Palabra de Dios. Como algunas piezas musicales, la Sagrada Escritura tiene una nota subyacente que la acompaña de principio a fin, y esta nota es el amor de Dios. «Toda la Biblia – observa San Agustín- no hace más que narrar el amor de Dios»[1]. Y San Gregorio Magno define la Escritura como ‘una carta de Dios Todopoderoso a su criatura’, como una carta del Esposo a la esposa, y exhorta a «aprender a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios’»[2]. «…por esta revelación – dice el Vaticano II – Dios invisible, …habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor, y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2).