Misericordia
Hace muchos años, cuando empezaba mi práctica como especialista médico, conocí a un hombre “especial”, uno que venía a la consulta por fuertes dolores.
Venía sufriendo de esos fuertes dolores desde hacía largos años y aunque estaban distribuidos por todo el cuerpo, le afectaban, básicamente, su columna vertebral, en especial la parte baja, es decir, la columna lumbar. Había sido visto por todo tipo de especialista que estuviera relacionado con dolores: Ortopedas-traumatólogos, Expertos en Medicina Física y Rehabilitación, Reumatólogos, Anestesiólogos, Naturistas, etc. Algunos le recomendaban cirugía, otros, alguna terapia más conservadora como terapia física, acupuntura, acupresión, kinesiología, bloqueos con esteroides, etc.
El paciente había gastado tiempo y dinero, pero nada le aliviaba su dolor.
Estaba casado y tenía hijos, quienes le habían visto sufrir y padecer de este dolor y, quienes además, habían visto cómo empeoraba la condición física de su esposo y padre, con el paso del tiempo. Este hombre sufría de forma doble: primero, por el mismo, por verse cada vez con una menor calidad de vida; y en segundo lugar, por las molestias que él sentía que le provocaba a los demás, pués era difícil hacer planes con él, porque hasta última hora, en un ataque de dolor de último momento, el señor en cuestión, podía suspender su participación.
En los últimos años, comenzó a sentir los dolores más fuertes en su columna toráxica, es decir su espalda media. En otras palabras, además de todo el cuadro anterior, ahora padecía de un dolor insoportable en el centro de su espalda, que era agravado hasta por el hecho de respirar profundamente.
Este hombre sufría en carne viva el hecho de que, debido a su enfermedad, no había estado presente en un montón de celebraciones familiares, cumpleaños, cenas, bautizos, bodas sacramentales, etc., ni tampoco había podido ir a dar el último adiós a algunos parientes y amigos.
Era una situación muy difícil para él, para su hombría, para su natural orgullo de masculinidad, pues no se podía contar con él para ninguna tarea de la casa…pero no tenía de otra.
Nuestra relación se hizo más cercana y profunda que una mera relación médico-paciente, de forma tal que nos convertimos en confidentes, el uno del otro. Y, por medio a él, fui conociendo íntimamente lo que era el dolor.
Un día le pregunté a ese Señor qué era lo más importante y valioso para él, y me dijo sin pensar: “La Misericordia”: un corazón misericordioso era lo que más valor tenía para El y que daba gracias a Dios porque eso había encontrado en mí.
Poco tiempo después, el Señor murió y me dejó una carta donde aparecía: Gracias porque en ti encontré un amor misericordioso.